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Opinión; Los Vividores del Estado

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Para naciones pobres como Honduras, la política, en su esencia más pura, debería ser la herramienta fundamental para el desarrollo y el progreso. En lugar de ser un medio para el enriquecimiento personal y la perpetuación de prácticas corruptas, la política debe enfocarse en respuestas concretas, inclusivas y equitativas, mediante el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la promoción de un desarrollo sostenible que beneficie a la población.

Pero en la realidad no es así, los políticos tradicionales han encontrado en el Estado no solo un espacio para ejercer el poder, sino una fuente de vida cómoda, lucrativa y de enriquecimiento, perpetuando un ciclo vicioso de corrupción, nepotismo e influencia desmedida, sus exorbitantes ingresos y privilegios, muchos de los cuales superan los rangos de lo moralmente cuestionable, son una bofetada a la gente que lucha día a día por sobrevivir con salarios que apenas alcanzan para cubrir necesidades básicas.

En Honduras los cargos públicos se distribuyen como favores personales, asegurando que el poder permanezca dentro de un círculo selecto de familiares y amigos de los gobernantes de turno y estas prácticas erróneas, lejos de premiar el mérito y la competencia, se basan en suspicaces lealtades y conexiones familiares. Así, la administración pública se llena de individuos cuya única cualificación es su cercanía con el poder.

La macabra influencia de estos políticos caudillistas, manifestada en la capacidad de manipular procesos democráticos a su favor, hace que las elecciones se convierten en meras formalidades y que el resultado sea una perpetuación de los mismos grupos, generando un serio deterioro democrático y destruyendo la esperanza de una participación ciudadana efectiva y significativa.

Este fenómeno de «vivir del Estado» no es una simple cuestión de corrupción individual; es un problema sistémico que requiere una respuesta integral, la sociedad debe movilizarse para demandar transparencia, responsabilidad y un cambio radical en la manera en que se administra el poder. Los ciudadanos tienen el derecho y el deber de exigir que sus representantes sirvan al bien común y no a intereses personales.

Es fundamental, por tanto, promover y legislar en función de una cultura de mérito y competencia en la administración pública, donde los cargos se otorguen en función de las capacidades y no de las relaciones personales, el fortalecimiento de las instituciones es crucial a través de mecanismos efectivos de control y supervisión para ayudar a reducir las prácticas corruptas y garantizar que los recursos del Estado se utilicen en beneficio de sus habitantes.

Finalmente, la participación activa de la ciudadanía es esencial, debiendo involucrarse en el proceso político no solo a través del voto, sino también mediante la vigilancia constante y la demanda de rendición de cuentas.

La construcción de una sociedad justa y equitativa requiere el compromiso y la acción de todos.